El portugués Cristiano Ronaldo marcó una tripleta ante España en el debut de ambos por el Grupo B del Mundial de Rusia-2018, en Sochi
Un partido de saco de palomitas, loco, indomable, al que sólo le faltaron la prórroga y los penaltis, encendió el Mundial para España. Con un guión de documental la igualada retrata a las dos selecciones. Portugal se abrazó a Cristiano, que rodó una trilogía, brutal cuando tiene hambre e igualó a la selección de Hierro, desarmada en el inicio, brillante en el tramo medio, con un Isco descomunal, y con el sistema nervioso destrozado en el final.
España se rearmó después de un sopapo en el primer susurro y un mazazo en el balcón del descanso, pero la última bala de Cristiano, una falta al borde del área, la dejó sin respuesta. En el agujero negro del día hay que dejar a De Gea, con un fallo de los que en un Mundial te mandan a la puerta de embarque. La fortuna es que falta mucho. La selección de Sudáfrica era de acero. Ésta padece de temblores.
Un balón destinado al infierno, el territorio favorito de Diego Costa, lo rescató este de la nuez de Pepe, se lo llevó en mitad de una estampida de indios y vaqueros y lo empapeló con la pierna derecha. Era el empate, el despertador de España.
Hasta ese momento Portugal había destituido a España. Le había borrado el ADN, el juego, el balón y la personalidad. Al terminar los himnos Cristiano encaró a Nacho y le hizo la bicicleta de los entrenamientos. El defensa le rozó, lo justo según la tecnología. Una merienda para Cristiano desde el punto de penalti.
Era el castigo para España, que pulsó en unos días de sainete el botón de autodestrucción en Rusia, una manera salvaje de tirar a la basura el cartel de favorito. Eso es tirar una bomba atómica para abrir una puerta. A los dos minutos ya tenía en contra el fútbol, lo que se puede controlar y lo que no.
Portugal se sabía la cartilla. Salía con el dúo jamaicano, Cristiano y Guedes, a la caza de la sentencia. No remataba y dejaba viva a España. Todo cambió en la primera pelea Diego Costa-Pepe, dos futbolistas nacidos en Brasil con los genes en permanente estado de excepción. Un partido con ambos empieza en los capós ardientes de El Alamein y de ahí hacia arriba en la temperatura. Son 90 minutos y 90 asaltos. Apareció el empate y se abrió la caja de las sonrisas.
Con la igualada España reconoció el balón y se lo quedó. Isco e Iniesta abrieron la ruta de la seda por la izquierda, presidentes del Consejo de ministros del toque. El malagueño, un futbolista de tacto e inspiración, lanzó un misil al larguero. Parecía que llegaba la fiesta de la espuma, pero de repente se apagaron las luces, llegó el balón a Cristiano y su zurdazo se le escurrió a De Gea por debajo de un país. Una fatalidad. Tocaba volver a empezar.
Isco manufacturó una colección de controles. Su noche era pletórica. Él mostraba el celofán y Diego Costa mostraba las encías. El ariete empataba y Nacho se sacaba un derechazo de lateral brasileño para dar ventaja.
Todo parecía hecho, pero Cristiano dejó una falta cerca de la escuadra. Ahí terminó un partido de superproducción. El Mundial comienza agitado, igual que la semana. Tras un terremoto fuera del césped, una tormenta en la hierba.