Llegaron a Venezuela huyendo de guerras, dictaduras o la pobreza. Hoy prefieren quedarse pese al desastre económico, con su vida hecha y sin ánimo de empezar de nuevo, como les toca a quienes salieron en busca de un futuro mejor.
A estos inmigrantes los ha unido una campaña en redes sociales, #YoSoyVenezolano, en la que repasan su historia en el otrora rico país petrolero.
Aquí cinco testimonios para la AFP:
«Me resisto a irme»
En 1951 el papá de Giuseppe Gianetto partió en barco desde Sicilia, Italia, con «una mano adelante y otra atrás». Tras vender golosinas, montó una carnicería.
Soñaba que sus hijos fueran universitarios y Giuseppe, quien llegó de cinco años, se graduó de químico en la Universidad Central, la más grande de Venezuela, de la que sería rector.
A los 67 años, cuando el país enfrenta la peor crisis de su historia moderna, se niega a sumarse a los 1,6 millones que -según la ONU- han emigrado desde 2015: «Tengo la presión de mis hijos que están afuera, pero me resisto a irme», dice.
Jamás, dice, se sintió rechazado. «¿Te imaginas que si hubiera existido xenofobia un tipo llamado Giuseppe Giannetto iba a ser rector de la Universidad Central?», reflexiona.
En los tiempos en que su familia dejó Italia, tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno venezolano incluso costeaba el viaje de migrantes europeos.
Tierra de oportunidad
Luis Navarro tenía seis meses cuando, una madrugada de 1957, llegó con su madre a Maracaibo por tierra desde Barranquilla, Colombia.
«En medio de un diluvio, unos habitantes, al oír mi llanto, se despertaron y nos cobijaron», recuerda.
Como empleada doméstica, su mamá lo ayudó a estudiar periodismo.
«Aquí me gradué, trabajé, formé familia: mis cuatro hijos son venezolanos. Salí de (la barriada de) Petare donde me crié. Esta tierra le dio oportunidad a una humilde mujer (…) a salir adelante sin pedir nada a los gobiernos», escribió el periodista de 60 años en Twitter.
Colombia ha recibido a un millón de venezolanos desde que se agudizó la crisis. Un fenómeno inverso tras las masivas migraciones de colombianos a partir de los años 1970 por la pobreza y el conflicto armado.
Una «nueva mamá»
Armando Quintero ama dar clases de literatura y contar cuentos, pero en su natal Uruguay fue vetado por la dictadura y se marchó. Le tocó vivir de la «caridad» de sus suegros.
«Tenía alumnos y compañeros de trabajo desaparecidos, detenidos, procesados, exiliados», recuerda este hombre de 74 años, apoyado en un bastón.
El actual éxodo le trae recuerdos amargos y deplora los controles que países latinoamericanos aplican ante la avalancha de venezolanos.
«Queremos que los traten como nos han tratado a nosotros. Venezuela fue muy solidaria con los colombianos, ecuatorianos, argentinos, uruguayos, chilenos y no puedo ver que ahora no se les abra la puerta», aseguró.
Aunque Uruguay tiene uno de los más altos niveles de calidad de vida de la región, Armando y su esposa no se irán. Para él, haber hecho una vida en Venezuela fue como «sentir la maravilla de tener una nueva mamá».
«Déjà vu»
Hace 37 años, Martha Maier dejó atrás la «crítica» situación de Cuba. En Venezuela, conoció las manzanas y se tiñó el pelo por primera vez.
«Siento que tengo un ‘déjà vu’, como si se estuviera repitiendo la historia de mi vida. Es un desgarre emocional. No solamente se van los hijos, sino los amigos, hay una gran soledad», confiesa.
Saber que venezolanos caminan cientos de kilómetros para escapar de la crisis la motivó a sumarse a la campaña. «Este país me dio todo, esposo, hijos, trabajo. Venezuela no merece lo que está viviendo, ni adentro ni afuera», asegura en su tuit.
Aunque «no es ni remotamente la Venezuela que conocí (…) estoy renuente a irnos», afirma. Sus tres hijos ya lo hicieron.
De «cédula y corazón»
«Nací en Perú. Me trajeron de niña en un tortuoso viaje de autobús en autobús. Ser emigrante es muy duro, pero mi madre y yo hemos conocido venezolanos maravillosos en esta tierra de sonrisas. Y nos hemos hecho venezolanas de cédula y corazón».
Es el mensaje de Sara Pacheco, de 34 años, quien llegó a Venezuela tras un periplo por Ecuador y Colombia escapando de otra debacle económica.
Sara no olvida el llanto de su hermanito de nueve meses por el agua helada de Bogotá, donde la familia se bañó después de varios días.
Le sorprende que ese mismo viaje lo hagan ahora los venezolanos, y se indigna por lo que percibe como «xenofobia» en Perú, adonde han ingresado unos 400.000.
Aunque la crisis la golpea, no quiere emigrar por segunda vez: «Sé cómo es llegar a un lugar donde no tienes nevera, cocina, ni cama».