El 18 de noviembre de 1983, un alumno de 14 años llamado DeWitt Ducket murió tiroteado en un pasillo de su instituto cuando intentaban robarle la chaqueta que llevaba. Era una de esas cazadoras deportivas, de la Universidad de Georgetown, que hacían furor en la época. Alguien se topó con DeWitt sobre las 13.30 y se la reclamó, dos chicos que lo acompañaban huyeron y lo siguiente fue el disparo. La policía encontró una pista rápida que seguir: aquella mañana tres adolescentes de otra escuela se habían saltado las clases y campaban por el de Harlem Park viendo a amigos y hermanos que tenían allí. El mal fario lo completó el que a uno de ellos, Alfred Chestnut, le encontraran la misma chaqueta en casa, regalada por su madre.
La policía centró la investigación en los tres chicos y el Día de Acción de Gracias, menos de una semana después del suceso, los arrestaron. De nada sirvió su declaración de inocencia, las dudas de los testigos y la ausencia de pruebas incriminatorias. Alfred Chestnut, Ransom Watkins y Andrew Stewart fueron condenados a cadena perpetua.Pasaron los años y se hicieron adultos en prisión, pero Chestnut nunca tiró la toalla. El 25 de noviembre, tras 36 años de prisión por un crimen que no cometieron, quedaron exonerados. Ahora son tres hombres libres de más de 50 años que no han pisado la calle desde mediados de los ochenta. La tecnología es otra, la sociedad también, pero las calles que los enterraron siguen igual y lo inexplicable de su historia también.
Informes policiales que ahora han salido a la luz recogen lo torticero de la investigación. El detective que la dirigió, David Kincaid, mostró las fotos de Alfred, Ransom y Andrew a varios testigos y estos no los identificaron las dos primeras veces, pero se les insistió durante semanas hasta que lo hicieron. Por el contrario, justo tras el crimen, varios testigos habían señalado a otro joven, Michael Willis, de 18 años, como autor del delito. Hubo quien le vio correr y tirar una pistola y quien lo encontró con la famosa chaqueta esa noche, pero la policía lo ignoró y prefirió seguir la pista de los otros tres chicos. Tampoco cambió las cosas que la madre de Chestnut, según Alfred, mostrase el recibo de la compra de la cazadora que tenía igual que la del chico asesinado.
“Varias cosas fallaron a la vez, como en muchos casos similares, hubo un mal trabajo policial y problemas con la identificación por parte de los testigos. Los testigos eran niños, que fueron interrogados por la policía, sin sus padres delante, y hemos sabido que les amenazaron para que dieran la versión contra Los Tres”, explica la abogada Brianna Ford, que junto a Elizabeth Hilliard, defensora pública, ha representado a Alfred Chestnut.
El verdadero homicida no responderá antela justicia. Michael Willis, que después de la tragedia acumuló un buen historial de arrestos por drogas o agresión, murió en 2002 tiroteado en el mismo barrio. La tentación de pensar en una suerte de justicia poética debe quedar lejos de lo que sucede en esta ciudad, donde sucesos de este tipo son el pan de cada día. Baltimore, con 600.000 habitantes, lleva desde 2015 sufriendo unos 300 homicidios por año, los mismos que Nueva York, solo que con 13 veces menos población.
El pasado 25, tres días antes de Acción de Gracias, cuando Chestnut abrazó a su madre, Sarah, ante una nube de periodistas dijo: “Tengo ganas de vivir el resto de mi vida, humilde y pacífico, como yo soy”. Stewart hablaba del futuro incierto: “Cuando me lo dijeron no sabía cómo parar de llorar, un amigo me dijo que se acaba mi viaje, pero no es así, tengo que aprender cómo vivir ahora”.