“Los caminos de Dios son insondables”. De eso está segura Ana Cristina Díaz, vecina de Riberas del Torbes, en San Cristóbal. Mujer de una devoción inquebrantable a José Gregorio Hernández, de quien aseguró haberlo visto descorrer la cortina de su humilde habitación para curar a su hijo Daniel Eduardo, de 10 meses de nacido, quien padecía convulsiones, cuyo origen los doctores no pudieron determinar con exactitud.
La voluntad divina le concedió la compañía de su retoño por unos años más, antes de que se determinara un giro de los acontecimientos, que aun 31 años después devuelve lágrimas a sus ojos, un destino trágico que lo une aún más al nuevo beato venezolano.
Madre de cuatro hijos, aún con vida, sus más recientes ruegos a la intercesión del Venerable los tuvo para su mamá Ana Marina Ortega viuda de Díaz, de 92 años, a quien una obstrucción intestinal la obligó a permanecer en el Hospital Central durante la Semana Santa: hoy la nonagenaria se queja de muchos mareos, pero por lo demás, su salud no reporta mayores calamidades.
A ella se le confió el cuidado de Daniel Eduardo, el día en que de regreso de su trabajo en la estación de servicio aledaña a la pescadería de Puente Real, se llevó el susto de su vida.
—Cuando yo llegué de trabajar –comenzó su relato Ana Cristina Díaz-, lo levanté en mis brazos y me di cuenta de que pegó una raro estirón, se puso tieso. Yo le dije a mamá, desesperada: ¡Mi hijo se murió!. Era diciembre de 1979, y mi mamá con fuerza le echaba aire, hasta que se reanimó.
Nueve meses antes había nacido en el Hospital Central, como un bebé sano y hasta afortunado, pues recibió una canastilla rebosante de comida, ropa, calzados y hasta un sobre con dinero. En ese entonces fungía de gobernador Henrique Mogollón, a quien le había trabajado.
Luego de esa resurrección vino un mes de convulsiones; los médicos que lo vieron adelantaron un diagnóstico, pero era preciso el criterio de un neurólogo, el doctor Patricio Echeverría, quien estaba de vacaciones, algo muy común en tiempos de feria.
— En ese entonces me decían los médicos que era un parásito que le afectaba el cerebro, y que debía tener cuidado, pues si le llegaba al corazón lo iba a matar. Un día, regresando de consultas, frustrada porque el especialista nada que lo veía, me convulsionó dos veces en la buseta. También le habían salido unos manchones blancos, alguien me dijo que eso era sarampión, y que no lo podía sacar al aire y al sereno, y que le diera bebedizos de sauco y esas cosas.
Ya empezando febrero, avanzada la noche, mientras lloraba, sentada, a orillas de la cama, muy cerca de la cuna de su hijo sucedió lo que, sostiene, “nunca olvidará en su vida”.
—Cuando de repente, la cortina, lo único que dividía al cuarto de la sala, se movió. Vi a José Gregorio Hernández, vestido de negro, con su maletín, muy rígido, muy serio. Levantó el toldillo de la cuna y apretó muy fuerte, primero el estómago –hizo el gesto con las manos- e hizo lo mismo en las sienes. Luego me dijo: <<señora, no se preocupe, su hijo ya está sano>>, y desapareció. El bebé pegó como un chillido, un chillido breve, como el de los recién nacidos, cuando les dan la palmadita en la nalga. De verdad que se curó y más nunca le volvió a dar una enfermedad. Eso lo tengo fresco en la memoria, y después de 41 años no lo podré sacar de mi mente, ni de mi corazón, hasta el día de mi muerte.
De esta manera, pudo disfrutar alrededor de 9 años a Daniel Eduardo…hasta que un conocido tocó a la puerta de su antigua residencia en Barrancas para una infausta noticia.
—Iba a cumplir los 10 años cuando me lo mató un carro. Intentaba cruzar con su hermano, a eso de las diez de la mañana, la avenida Antonio José de Sucre, rumbo a Barrancas. Era muy tremendo, muy activo… ¡Uy! Dios mío. No dio muestras de que sufriera alguna enfermedad o que tuviera algunas lesiones, a consecuencia de las primeras convulsiones.
Leyendo un libro sobre José Gregorio Hernández, tiempo después, y que ahora conserva como una reliquia, se enteraría del desenlace fatal que este compartiría con su hijo.
Visitas a Isnotú
Cumplidos los 4 años del pequeño Daniel Eduardo, la señora Ana Cristina consideró que ya era hora de embarcarse a Isnotú y pagar una promesa. Ese viaje se repetiría 2 veces más.
—Fue un momento maravilloso. Nos trasladamos en la camioneta de mi hermano, y asistimos a la primera misa del día. Luego fuimos a dejarle el milagrito, y quería que mi propio hijo se lo pusiera en la mano de su estatua; pero no alcanzaba. Hasta que un hombre alto lo puso sobre los hombros y así pudo colgarle el exvoto.
Un embarazo delicado de su hija, Carmen Cecilia, superado con éxito, y la operación de la hernia de su padre, que los galenos temían se complicará, ameritaron el regreso al punto de peregrinación trujillano.
—Para operar a papá de una hernia muy prominente tuvimos que firmar un papel en el que nos hacíamos responsables por lo que pasara, ya que no era de buen pronóstico la intervención quirúrgica. Ese día que lo metieron al quirófano, mi hermana y yo estábamos pegadas a José Gregorio Hernández y mire: ¡se recuperó! Salimos en carrera. A mi hija mayor se le complicó el embarazo. Gracias a Dios, dio a luz a una linda niña, y recién nacida se la presentamos a José Gregorio Hernández en Isnotú, en esa ocasión no lloró para nada. Desafortunadamente, al cumplir 13 años, a mi nieta se le recreció el corazón, producto de una hepatitis. Al sepultarla, iba vestida con el traje de su primera comunión.
Fe inquebrantable…
La devoción a José Gregorio Hernández la heredó de sus antepasados, provenientes de la aldea Mesa Rica del municipio San Cristóbal, aunque ella propiamente se criaría en el barrio Lourdes. El primer relato de una aparición del beato le vino de boca de su abuela; pero en este caso, como otros que conocería años después, se trataba de la sanación de animales de cría.
—Me acuerdo tanto que mi abuela contó que una de sus vaquitas lecheras, raza Normando, se puso muy malita. Ella se prendió mucho a José Gregorio para que no la dejara morir, porque era la que le daba el sustento. Un día ella estaba sentada en el comedor de la casa, mirando los potreros, y de repente vio que él (cual Krishna sobre Surabhi, o Buda sobre el Toro) estaba sentado sobre el lomo del animalito enfermo, que se recuperó. Mi yerna también dice que a su abuelita le hizo un milagro a un caballo que “ya estaba dejativo”, y le salió algo raro en el cuello. Después, ya repuesto, le descubrieron unos hilos pegados a la piel, como si le hubieran cosido una herida.
Orar siempre
No se ha conformado con ser una simple católica creyente; colabora activamente con la curia de Barrancas; pero por la pandemia le han pedido que se no se tome tan largo viaje desde su hogar en Riberas del Torbes, y mejor se dedique a cuidar la capilla más cercana.
—Hay que seguir orando, pidiéndole a Dios, y tengamos fe en que Él nos va a sacar de esta pandemia. Hay que seguir orando para que los católicos vuelvan a su Iglesia y me he sorprendido porque muchos han regresado. No he vuelto a tener con José Gregorio Hernández un encuentro como el de aquel día; pero le sigo pidiendo mucho, por mi mamá y por mi sinusitis, que se ha vuelto crónica y por ahora no hay tratamiento que valga.