“La tierra de Venezuela va a ser destruida y los hombres huyen, huyen con la obstinación de los locos, de los empavorecidos, temiendo que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne”. Como si hubiera viajado en el túnel del tiempo, Arturo Uslar Pietri anticipó en Las lanzas coloradas, obra clave de la narrativa criolla sobre la independencia, el acontecer actual de Venezuela, un país sumido en el colapso nacional.
Las imágenes de hoy en la frontera de los que también huyen enflaquecidos son tan desoladoras como las dibujadas por el ingenio del narrador, con una gran diferencia: estas son absolutamente reales. La postal frente a nuestros ojos rebosa dolor sólo amortiguado por las sonrisas inocentes de los niños. Estamos en el mundo al revés, donde una mujer con sus cuatro nietos menores de edad (11, 8, 7
y 3 años) ha cruzado los límites con Colombia para dirigirse, a pie y sin dinero, desde San Juan de los Morros hasta Cali. Entre las
dos ciudades hay más de 1.700 kilómetros.
Hasta ahora, en el mundo de la emigración, las abuelas cuidaban a los hijos de sus hijos en los hogares familiares mientras los padres se ganaban la vida en el extranjero. En Venezuela eso ya ni siquiera es posible para miles de sus ciudadanos, transformados en los parias de la región, en los sirios de América Latina.
No importa la pandemia, no importa la extorsión que practican contra ellos los guardias nacionales de la revolución ni el diezmo que
deben pagar a la guerrilla en los pasos clandestinos de una frontera cerrada. La huida es masiva, cientos y cientos cruzan a diario las trochas (pasos ilegales) de la frontera para buscar una vida nueva en Colombia, Ecuador, Perú, Chile o Argentina. Los más aventureros se lanzan incluso al norte para buscar el corredor centroamericano que les acerque a Estados Unidos.