Las trochas que durante años fueron la única vía de comunicación entre Colombia y Venezuela subsisten en la frontera tras el restablecimiento de las relaciones entre los dos países, aunque con un movimiento reducido de personas y mercancías.
Estos caminos abiertos en la maleza, que atraviesan el río Táchira entre el estado venezolano del mismo nombre y el departamento colombiano de Norte de Santander, han existido desde siempre, pero su uso se extendió a partir de 2015 con el cierre de la frontera por orden de Nicolás Maduro, y llegaron a ser centenares en los años siguientes.
Por las trochas pasaron en los últimos años decenas de miles de venezolanos que huían de la crisis en su país, pero la llegada a la Presidencia de Colombia de Gustavo Petro, que propició el acercamiento con Maduro y la reanudación de las relaciones diplomáticas rotas hace cuatro años, el 23 de febrero de 2019, supuso un cambio rotundo en el movimiento fronterizo.
En la zona comprendida por Cúcuta y Villa del Rosario (Colombia) y San Antonio y Ureña (Venezuela), el grueso del movimiento de personas y mercancías se hace hoy por los puentes internacionales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, por donde desde hace unos meses volvió a circular el transporte de carga y pasajeros con todos los controles aduaneros.
Rutas peligrosas
Sin embargo, hay quienes siguen utilizando las trochas, en su mayoría controladas por grupos armados ilegales que cobran por su uso y escenario en el pasado de asesinatos, robos, secuestros y violaciones, entre otros delitos.
Los motivos para seguir usándolas son diversos: desde la pérdida de los documentos de identidad requeridos por las autoridades fronterizas, la rapidez para cruzar al no tener que hacer filas en los controles migratorios o incluso algún antecedente judicial que ocultar de policías y soldados.
Es el caso de John Quintero, quien transita los áridos y soleados caminos de la trocha «Los Mangos», entre Ureña y Villa del Rosario, y dijo a EFE que opta por ese camino porque tiene cuentas pendientes con la justicia.
«Debo usar las trochas porque en Colombia tengo una demanda por inasistencia alimentaria a mi hijo. No le doy, no porque no quiera, sino porque no tengo. Trabajo como limpiabotas y gano entre 10.000 y 20.000 pesos colombianos (entre dos y cuatro dólares) diarios y tengo otra familia en Ureña que depende de eso», afirma con vergüenza.
Quintero, que habló con la condición de que no se le hicieran fotos para no lastimar a sus hijos, transita todos los días ese paso irregular de 1.500 metros de longitud entre malos olores, basuras y maleza.
«A veces me dan ganas de pasar por el puente, pero no quiero arriesgarme a que me pongan preso. Prefiero madrugar y pasar por la trocha, que para mí ya no es peligrosa», agrega.
Movimiento a la baja
Una señora que circulaba por la misma trocha grita, sin dar su nombre, que lo hace porque perdió la cédula venezolana y si pasa por los puentes la devuelven a su país.
La trocha «Los Mangos», que permite pasar a pie de un país a otro en menos de media hora, está casi vacía y el movimiento de mercancías es casi nulo durante el día. Las carretas de carga que antes pasaban repletas de víveres comprados en Colombia para revender en Venezuela ahora llevan unos pocos botellones de agua, huevos y otros productos básicos.
«El trabajo acá prácticamente se acabó. La gente ahora quiere y puede pasar la frontera en los carros porque ya abrieron los puentes», lamenta un joven venezolano que, acompañado por un amigo, conduce una «carrucha» (carreta) ofreciendo sus servicios a los transeúntes.
El comandante encargado de la Policía Metropolitana de Cúcuta, coronel Carlos Andrés García, asegura a EFE que la apertura de los puentes internacionales al paso de vehículos facilita la vida de las personas pero, «por un tema cultural», hay quienes siguen usando los pasos ilegales para contrabandear productos.
Caminos restringidos
En cercanías del puente Simón Bolívar está la trocha «La Platanera», que discurre por la arena del río y cañaverales altos y por la que solo puede circular gente «autorizada» por vivir en un barrio de invasión fundado por venezolanos en el lado colombiano y donde hasta la Policía tiene restringido el paso.
Más adelante hay otra llamada «La Marranera», con la mala fama de ser la más peligrosa de la zona y que, al igual que «La Platanera», cobra vida de noche cuando es utilizada por contrabandistas amparados en la oscuridad y el silencio.
En las trochas nadie ve nada, nadie oye nada, pero todos saben que de día o de noche, hay alguien que los está oyendo o los está mirando.
EFE