Empujando el cochecito de nuestro hijo, mi esposa y yo salimos de la terminal del aeropuerto internacional Simón Bolívar y de inmediato se nos acercaron varios conductores de taxi ofreciendo llevarnos a Caracas. Uno de ellos, un veinteañero de hablado suave, fue el que menos dinero nos pidió y le pasé una de nuestras maletas.
El pequeño auto blanco emprendió el ascenso por una colina en la oscuridad y de repente se detuvo. Se abrieron las puertas y dos individuos ingresaron al auto, uno al asiento del pasajero de adelante y el otro atrás, empujando a mi esposa.
«Tranquilo», dijo el de atrás, mostrando un revólver, aunque con miedo en los ojos.
«No te preocupes, no les va a pasar nada», agregó el de adelanto, apuntándome su revólver. «¡No me mires!».
Esa pesadilla de hace ocho años permitió ver de entrada lo que es la vida en Venezuela, un país donde la realidad de la calle a menudo choca con los sueños socialistas del presidente Hugo Chávez.
En más de ocho años que pasé en Venezuela me hice más fuerte y astuto, un periodista con mejores recursos y le tomé cariño a este país, en el que encontré mucha gente cálida, con ideas propias.
Los numerosos retos a largo plazo que enfrente Venezuela, como la delincuencia, la corrupción, los problemas económicos y las divisiones políticas, pueden parecer tan grandes como el mar de petróleo sobre el cual se erige el país. Y con Chávez peleando contra un cáncer, la nación podría estar encaminándose hacia grandes giros políticos e incluso períodos de turbulencia.
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Hace un par de años estaba en el asiento de pasajero de una Toyota 4Runner mientras Chávez conducía por los llanos del estado de Apure.
En nuestra entrevista, habló de sus años como oficial del ejército que complotaba contra el gobierno y de su infancia en una zona rural donde tomaron forma sus ideas radicales.
«Lo que más me duele a mí es la miseria, y eso fue lo que me llevó a hacerme rebelde», dijo Chávez en la entrevista.
Cuando desaceleramos y bajamos las ventanas, los transeúntes miraron asombrados y salieron corriendo, gritando «¡el presidente!».
Una mujer se acercó con lágrimas en el rostro y le dijo «¡te quiero!».
Chávez estrechó manos y dio besos, mientras la gente del lugar le pedía nuevas viviendas o atención médica para parientes enfermos. Chávez prometió ayudarlos a todos.
Muchas veces lo vi desempeñando el mismo papel, el de líder grandioso cuyos partidarios esperan que resuelva todos sus problemas. En los actos vi cómo la gente le entregaba cartas a sus asistentes, pidiendo dinero para sus barrios pobres o sus nuevas cooperativas.
Fue una oportunidad única de observar a un clásico caudillo latinoamericano, un líder populista que a menudo usó su carisma para hacer el bien.
Pero hubo otra cara. Con el mismo vigor era capaz de marginar a sus opositores y gobernar Venezuela con pocos controles.
Acumuló tanto poder que una vez dijo en televisión que la jueza María Lourdes Afiuni debería ir a la cárcel por 30 años por liberar a un banquero que esperaba juicio. Hoy, la jueza sigue bajo arresto domiciliario.
Algunos chavistas me dijeron en actos políticos que líderes como Chávez aparecen una vez en un siglo y que tal vez todos los venezolanos puedan admitir eso algún día, lo quieran o lo odien.
En una conferencia de prensa a fines del 2011 le pregunté a quemarropa qué tipo de cáncer le habían diagnosticado, si era un sarcoma, como se especulaba, o de otro tipo. Había conseguido por meses no dar detalles de la enfermedad. Y sigue sin decir qué tiene exactamente.
Chávez sonrió y me dijo: «Una pelota, pues. Un tumor. ¿Quieres que te diga más? ¿Para qué? ¿Tú le preguntas a cualquier presidente qué tipo de cáncer tienes tú?».
«¿No hay algo de morbosidad en eso?», insistió.
Más de un año después, luego de decir que unos exámenes habían indicado que ya no tenía cáncer, Chávez fue reelegido. Posteriormente, se anunció que el cáncer había regresado.
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Una mañana de enero me di cuenta de que decenas de jóvenes habían bloqueado una avenida tirando basura en la calle y prendiéndole fuego. La policía antimotines llegó y sacó las brasas del pavimento, mientras los manifestantes se agrupaban en las aceras.
Dijeron que habían estado pidiendo trabajo en la construcción en un lugar donde el gobierno construía viviendas públicas, pero que la empresa a cargo no quería contratarlos.
«Lo único que quiero es trabajar», expresó uno de los manifestantes, John Jairo Bello. «Necesitamos trabajar porque tenemos hijos. Tenemos que comer».
Sus miradas nerviosas me hicieron acordar del muchacho que nos robó nuestras cosas y nos dejó en una carretera en el 2005. Me pregunté cuántos jóvenes como estos hay en Venezuela y las cosas que son capaces de hacer en medio de su desesperación.
Con sus revólveres apuntándome, me pregunté: ¿Quiénes son estos ladrones? ¿Policías fuera de servicio que buscan un ingreso adicional? ¿O simplemente delincuentes que roban a turistas extranjeros?
Recuerdo que me hicieron agachar y me pusieron las manos detrás de la espalda en el asiento de adelante, al tiempo que pedían dinero y joyas. Me saqué el anillo de casamiento y busqué la billetera.
Nuestro hijo, a punto de cumplir un año, comenzó a llorar. Mi esposa le cantó algo y ese tema sencillo, noble, me dio la claridad necesaria para pensar cómo podíamos salir de esta.
Al pasar por un túnel, le dije al hombre del asiento de adelante: «Ya tienes todo. Ahora puedes dejarnos en cualquier lado».
En un tramo de la autopista con barrios marginales a ambos lados, finalmente se detuvieron. Se fueron con nuestras valijas. Nosotros nos abrazamos nerviosamente y comenzamos a caminar en la oscuridad, empujando el cochecito de nuestro hijo.
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Ahora que me preparo para irme, sé que extrañaré los guacamayos que volaban junto a mi ventana y las espectaculares vistas del bosque El Avila.
También recordaré los ríos, que pasaron a ser una parte importante de mi estadía en Venezuela.
El río Guaire recorre Caracas lleno de aguas residuales. A su lado hay campamentos de drogadictos que se refugian debajo de pasos elevados de las autopistas. En el 2005 Chávez se comprometió a limpiarlo, diciendo en televisión: «Estamos recuperando el Guaire. Ya empezó el proyecto. Los invito a bañarnos en el Guaire pronto».
Hace poco crucé el río, que todavía huele a desagüe y a detergente, y que parecía una metáfora apropiada de los muchos problemas que siguen sin resolverse en Venezuela. Existían antes de la llegada de Chávez a escena y es posible que perduren mucho después de que se haya ido.
Participé en carreras a nado en otros dos ríos, el Orinoco y el Caroni, en una dura prueba de resistencia sobre 3,1 kilómetros (1,9 millas) que es una tradición anual.
Con otros cientos de personas, me zambullí en las aguas marrones y nos ubicamos en el centro del Orinoco, mientras las corrientes ganaban fuerza. El desafío era mantener el rumbo en medio de la correntada, que sacó a muchos de curso. Me sentí orgulloso de haber terminado la prueba con el pelotón.
Ahora esta anécdota me ofrece un marco para los retos que tienen los venezolanos por delante.
Algunos dicen que la situación no tiene salida o que un bando o el otro tiene las respuestas. Soy del parecer de que los problemas del país se pueden resolver. Hay muchos desafíos, pero los venezolanos tienen abundantes ingresos por el petróleo, gente emprendedora y creativa, y una fuerte identidad nacional que trasciende las divisiones entre chavistas y antichavistas.
Ahora deben superar la turbulencia actual y pensar en el futuro, como una sola nación.
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Ian James es jefe de oficina de Caracas desde el 2004. Terminó su asignación en Venezuela esta semana.