Un apretón de manos y dos minutos de conversación bastaban para darse cuenta de que Hugo Chávez mentía cuando decía que soñaba con retirarse un día a orillas del río Arauca, a cuidar de cuatro vacas tumbado en una hamaca.
El presidente venezolano era político 24 horas al día y había hecho de la revolución bolivariana su única obsesión. Con todo lo que ello implicaba: un idealismo inundado de dolorosas contradicciones, un radicalismo sin concesiones frente a sus adversarios, una peligrosa certeza de ser imprescindible y una soledad en el poder que inspiraba cierta tristeza.
«Chávez es un hombre 150% político. Nadie le podrá reprochar no estar entregado en cuerpo y alma al país. Eso lo tienen claro incluso quienes lo odian y por eso lo odian tanto», explicaba un cercano colaborador del fallecido presidente.
En 14 años de presidencia, Chávez siempre estuvo ahí. Dormía poco, no se iba de vacaciones y hacía pocas visitas de Estado. «Voy a hablar poco hoy, unas cuatro horas», bromeaba allá por 2009, en los momentos más pletóricos de su presidencia.
Las cuatro horas podían transformarse fácilmente en siete u ocho. Sin apoyo de ningún texto y sin pausas para publicidad. Su voz se convirtió en una especie de hilo musical de Venezuela, su rostro aparece hasta hoy en las paredes del pueblo más perdido del país, su imagen estuvo tatuada en la vida diaria del venezolano, su nombre era mencionado sin descanso en la panadería, el metro, el ascensor.
El presidente era protagonista y único actor de la vida política. El chavismo era él. Y vivir en Venezuela podía convertirse en una gran sobredosis de Chávez.
El «jefe»
Impuntual por naturaleza, Chávez irrumpía en la sala de prensa, con el aplomo de saberse esperado, por la puerta situada a la derecha del retrato de su maestro, Simón Bolívar. Una mezcla de respeto, miedo y rendida veneración se sentía entre los miembros del gobierno presentes.
Incluso sus más acérrimos opositores y los periodistas más críticos admitían, tras haber estado frente a él, que su carisma era innegable, su presencia tenía algo de imponente y «el tipo resultaba hasta simpático». «¿Les dieron de almorzar, chicos?», preguntaba el presidente, a modo de saludo, con una sonrisa de oreja a oreja. El suspiro de alivio era casi audible entre los ministros. El «jefe», como muchos lo llamaban, parecía estar de buen humor.
A muchos de esos miembros de su gobierno los despertaba de madrugada porque acababa de ocurrírsele una idea, los humillaba en público cuando no tenían respuestas, los hacía sentir parte de un gran proyecto, pero también les recordaba que eran insignificantes. Los amores y desamores del presidente eran caprichosos y dolorosos de encajar.
«Cuando se trabaja bajo un liderazgo excepcional como el de Chávez, sabes que tu proyecto es su proyecto. Y punto. No puedes aquí venir con un plan personal», aseguraba un ministro.
El animal político
Ante las cámaras y en directo, Chávez sorprendía y desconcertaba. Era capaz de nacionalizar un banco visitando un convento de monjas, romper relaciones con Colombia con Diego Maradona a su lado, expropiar varias casas señalándolas con el dedo durante un paseo por Caracas o decir a su esposa de la época que estuviera lista porque aquel Día de los enamorados le iba «a dar lo suyo».
Enzarzado en profundas contradicciones hasta el fin de su vida, Chávez podía perfectamente llamar «cochino» a su adversario político y apelar luego a la reconciliación, mandar al infierno a Obama y decirle después «I want to be your friend» (quiero ser tu amigo), denunciar terribles intentos de magnicidio y cantar acto seguido una alegre ranchera.
Y no pasaba nada.
Más allá del esperpéntico líder tropical que muchos quisieron ver en él, se escondía un hombre calculador, con un instinto casi animal para identificar las oportunidades y sobrevivir a los fracasos.
Su alimento necesario parecía ser sentir la unión casi mística con centenares de miles de venezolanos que le pedían que no se fuera nunca. El amor que despertaba en la mitad del país era proporcional al odio y desazón que generaba en la otra mitad, a la que Chávez ignoraba de forma imperdonable y despreciaba por ser «antirrevolucionaria».
«Mi vida les pertenece a ustedes» clamaba el mandatario en esos mítines multitudinarios, ante un delirio colectivo difícil de entender para cualquier recién llegado a Venezuela.
Transportado por un proyecto y casi hipnotizado por el socialismo de los libros, Chávez parecía vivir solitario en un mundo paralelo. «Recuerdo una vez que lo vi muy molesto y le pregunté: «¿Qué te pasa Hugo?». «Me dijo: ‘Aquí la gente no me habla, no se atreve, no me cuenta'», recordaba Carlos Genatios, exministro de Chávez y hoy opositor.
Saber quién se escondía tras el comandante era una misión casi imposible. ¿Un demócrata o un tirano, un socialista del siglo XXI o un oportunista, un hombre obsesionado por el poder o un idealista convencido de su misión? ¿O tal vez todos ellos?. «Crean un Chávez que no soy yo», advirtió en una ocasión el mandatario.
Su verdadero yo parecía brotar en fugaces momentos cuando descubría que una joven había dado a luz en la calle porque ningún hospital la admitió, que faltaban alimentos en los supermercados o cuando fulminaba con la mirada a un periodista por una pregunta incómoda.
Chávez ha vuelto a sorprender al fallecer. Presagiada, su muerte parece aún irreal para los 29 millones de venezolanos. Tal vez pilló desprevenido hasta el propio presidente, que no se resignó a recorrer el difícil camino entre la apoteosis y su lecho de moribundo.
«El peor de los escenarios es que Chávez fallezca porque nosotros queremos derrotarlo», decía Ramón Guillermo Aveledo, coordinador del bloque opositor MUD. Para esta oposición, que no supo durante muchos años encontrar la manera de existir frente a Chávez, su desaparición temprana es como si de alguna forma Chávez lograra su íntimo deseo de perpetuarse en el poder y en la historia.
AFP