La victoria moral, si no real, de la oposición en las elecciones presidenciales ha frenado de momento el proyecto chavista para el país, es decir, el empobrecimiento progresivo, espiritual y material, de todos sus ciudadanos y la institucionalización de la mentira, convirtiendo al lumpen urbano en sujeto de la revolución.
El chavismo ha seguido la pauta cubana, pero con dos grandes diferencias: la retórica de la revolución bolivariana es ridícula, cursi y vacía, además de inmisericorde e importada, pero sobre todo importada porque carece de toda epopeya. Ni tan siquiera ha sido capaz de generar un arte o un estilo propio como la Revolución Mexicana o cubana. Segundo y más importante, Hugo Chávez ha contribuido a la historia del autoritarismo político con una aportación original: cómo destruir la democracia mediante la celebración de elecciones fraudulentas constantes, nada más y nada menos que 17 en 14 años.
Una derrota, como probablemente ocurrió el domingo, y se caía el castillo de naipes, lo que previsiblemente sucederá en los próximos meses. El sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, no parece tener ni la capacidad intelectual ni política para sacar del desconcierto a sus partidarios ni por supuesto manejar el entramado de intereses inconfesables de la nomenclatura del régimen.
En estos primeros días de crisis, su combinación de amenazas y promesas de rectificación solo ha servido para consolidar la imagen de un hombre perdido en su laberinto.