Alfredo Toro Hardy
Las amenazas de Corea del Norte han llevado al presidente de China, su mayor aliado internacional, a afirmar que no es admisible que ningún país cree un caos que amenace a la región y al mundo. La irracionalidad de Corea del Norte, en efecto, parece desbordar los límites de la convivencia civilizada. Sin embargo, detrás de las estridencias hay un patrón de conducta y una causa subyacente. El régimen de Pyongyang se caracteriza por su paranoia. Pero ésta tiene su razón. Estados Unidos mantiene estacionados casi treinta mil soldados al sur de sus fronteras y después de más de medio siglo del fin de la guerra con ese país se niega a firmar un tratado que formalice el cese de hostilidades.
El programa nuclear de Pyongyang estuvo a punto de llevar a la Administración Clinton a un bombardeo de sus instalaciones de producción atómica. Sin embargo, una evaluación de costos y beneficios hizo evidente la improcedencia de esa vía. Corea del Norte disponía de 10.000 piezas de artillería altamente fortificadas apuntando a Seúl, ciudad situada a 48 kilómetros de la frontera. Los 20 millones de habitantes de la capital surcoreana y sus alrededores eran rehenes de cualquier acción que tomara Washington. Ello condujo a un acuerdo en 1994. Pyongyang se comprometía a suspender el enriquecimiento de uranio y Washington a proveer la instalación de dos reactores nucleares de agua ligera para generación eléctrica. Ambos se obligaban a la vez a la completa normalización de relaciones políticas y económicas. De lado y lado, sin embargo, hubo incumplimientos.
Cuando en 2002 el gobierno norteamericano confrontó a los norcoreanos por la continuación del enriquecimiento de uranio, éstos argumentaron como razón el incumplimiento de Washington. Se comprometieron, no obstante, a respetar su parte del trato si Estados Unidos brindaba garantías de no atacarlos y de normalizar las relaciones. Blandiendo su prepotencia habitual la Administración Bush cerró cualquier posibilidad de solución negociada. Ello en el año mismo en que Bush había transformado a la acción preventiva en el epicentro de su doctrina militar y colocado a Corea del Norte dentro del llamado «Eje del Mal», definiendo una estrategia implícita de cambio de régimen para ese país. A la vez, un año después de haber propiciado el desarrollo de un sistema misilístico defensivo para hacer invulnerable a Estados Unidos de los ataques de «naciones villanas como Corea del Norte». Amenazar con la destrucción a un régimen paranoico no era desde luego el mayor de los incentivos para racionalizar su comportamiento. Sobre todo cuando millones de rehenes surcoreanos tornaban inviable la amenaza.
A algunos años de lo anterior Corea del Norte dispone de la bomba atómica y de capacidad misilística. Sin embargo, Washington no sólo se niega a normalizar relaciones sino incluso a negociar directamente, lo que a su juicio equivaldría a premiar a ese país. Se trata de un absurdo callejón sin salida en el que no se puede prevalecer militarmente sino al costo de millones de vidas surcoreanas y de arriesgar una guerra con China, pero donde a la vez no se quiere normalizar relaciones. A la larga o a la corta el cántaro se romperá.