Siempre tratamos de aprovechar este hermoso y solemne día para resaltar las virtudes que adornan a nuestra querida madre y lo que ese ser tan especial representa para nosotros. Esta vez y a propósito de tan significativa fecha deseo hacerles llegar este mensaje apócrifo de lo que en reciprocidad le valemos como hijos indiferentemente de nuestra conducta.
Mi hijo era un hombre correcto y virtuoso, y muy amable y cariñoso en su trato conmigo. Amaba a su familia, parientes y compatriotas, y aborrecía a nuestros malditos enemigos, que se visten de púrpura sin que hayan tejido una sola pieza ni se hayan sentado ante ningún telar; que cosechan y acopian sin sembrar ni crear.
Mi hijo tenía diecisiete años cuando lo prendieron por primera vez, por haberlo sorprendido arrojando flechas contra la guardia que pasaba por nuestro campo. En aquella edad hablaba a los jóvenes del pueblo, de la gloria de mi país, pronunciando discursos que yo no podía comprender. Era un hijo muy cariñoso; también era el único. Bebió la vida en este seno ya seco. Ensayó sus primeros pasos en este jardín, agarrado siempre a estas hoy temblorosas manos, que en aquellos tiempos eran más frescas que las uvas del Líbano. He guardado sus primeras sandalias en un lienzo de seda, regios de mi madre, que aún conservo en aquella aliazana que todavía está cerca de la ventana.
Cuando dio sus primeros pasos sentí que yo con él los daba, porque las mujeres no viajan sino cuando son conducidas por sus hijos.
Me han dicho que se suicidó tirándose desde lo alto de un peñasco, por haberse arrepentido de haber entregado a su amigo a sus enemigos. Estoy segura que no traicionó a nadie, porque amaba a los hombres de su raza y detestaba a los soldados. Un solo norte tenía en su vida: la gloria de su país; era el tema obligado de sus pláticas y discursos.
Cuando conoció a ese amigo me abandonó y lo siguió. Yo sabía que mi hijo se equivocaría siguiendo a cualquier hombre, porque había nacido para mandar y no para ser mandado. Al despedirse de mí le advertí de su error, pero no quiso oírme. Nuestros hijos no oyen nuestros consejos; son la marea de hoy que no quiere oír la marejada del ayer.
Os ruego no me preguntéis nuevamente por mi hijo. Lo amé y lo amaré hasta el fin de mis días.
Si el amor estuviera en la carne, quemaría la mía con hierros candentes para conseguir mi salvación; pero el amor está en lo más hondo del alma, hasta donde no se puede llegar: Ahora quiero callarme. Id y preguntad a otra madre más honrada y más noble que la de mi hijo; id a la madre de Jesús, por cuyo corazón pasó también la espada; ella os hablará de mí, y así entenderéis mejor.
Ciborea fue la madre de Judas Iscariote, el hombre que traiciono a Jesús de Nazareth.
¡La oración! No la dejes nunca por nada. Ella da brillo a tus ojos, ardor a tu corazón, fuerza a tu voluntad. Persevera todos los días, sin desistir y Dios te escuchará.
Vinicio Guerrero Méndez