Cuando paró el vehículo y se disponía a cobrar, a Manuel se le heló la sangre con lo que vio. El hombre sacó una pistola y le dijo, contundente: “bájate del carro”
12:00 m
La angustia invadía la casa de Julia desde la mañana del domingo porque su hijo el taxista no daba señales desde la noche anterior. Salió a trabajar tarde, como a las ocho de la noche del sábado y no regresó a casa.
Llamadas iban y venían. Ya todo el barrio estaba al tanto. Todo el mundo pensaba lo peor. Todo el mundo se lamentaba.
Miguel, taxista, hombre de su casa, apreciado por todos, salió a trabajar como todos los días. O como todas las noches, en todo caso, porque su trabajo era nocturno. Solo que siempre regresaba a casa, jamás faltaba a la cita.
En la casa de Julia entraba y salía gente. “Llámate a fulano”, pedía, mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos nada más pensar que su muchacho estaba pasando un mal trance.
Además de los amigos, llegó la familia más lejana, llegaron los otros hijos, los hermanos, todos, advirtiendo que aquella ausencia no era normal, por cuanto Miguel siempre fue un hombre precavido, que no le hacía carreras a cualquiera, que tenía clientes fijos, conocidos.
Sus amigos también llegaron y se pusieron a la orden de la familia. “Señora, no se preocupe, nosotros ya lo estamos buscando”, le dijo uno de los taxistas, amigo de su hijo. “Cuente con nosotros, que Miguel es como hermano nuestro”.
Además de avisarle a la familia y a los amigos, también se le dio parte a la policía.
3:00 pm
Manuel aceptó llevar a un tipo de tez oscura, de barriguita cervecera, joven él, al Centro Comercial Daymar, en Guatire, adonde supuestamente lo esperaba “La Negra”.
“Ya voy para allá, mi amor, voy en camino, quédate tranquila”, escuchaba Manuel al hombre mientras su cliente hablaba por teléfono. “Ya nos vamos a ver, espérame en la planta baja del centro, que ya tomé un taxi para allá”, dijo.
Sin un ápice de sospecha de nada de nada, Manuel apuró el paso ya cerca del Centro Comercial. “Déjame por ahí”, dijo el hombre, señalando con el dedo. Y Manuel buscó un lugar para estacionarse.
Cuando paró el carro y se disponía a cobrar, a Manuel se le heló la sangre con lo que vio. El hombre sacó una pistola y le dijo, contundente: “bájate del carro”, a lo cual tuvo que acceder sin quejarse. “Epa, pero me das la llave del carro y el dispositivo ese que hace que el carro se apague, me das todo”, repicó el malandro.
Manuel apagó el carro, sacó la llave y se metió la mano al bolsillo para darle el aparato, pero aprovechó un descuido de su agresor para bajarse corriendo y cerró las puertas desde afuera con el control.
Sin ver para atrás, corrió hacia el centro comercial y buscó ayuda. “Pana, ayúdame, viejo, un tipo me está robando el carro, solo que cerré las puertas con los seguros y me vine corriendo”, le dijo Manuel a un mototaxista que, por solidaridad, se dispuso a ayudarlo.
Entre ambos se fueron acercando al carro, pendientes de que el ladrón estaba adentro.
Pero ya no estaba. El hombre decidió irse del lugar y abandonar por completo su idea de encontrarse con “La Negra” en una nave último modelo, nueva de paquete.
8:30 pm
En casa de Julia ya lo que había era desesperación. Nadie daba razones de Miguel. Su angustia y sus lágrimas dolían a todos. Cada minuto que pasaba era un minuto más sin saber de su muchacho, un minuto más de incertidumbre, un minuto más de dolor.
Hasta que uno de sus hermanos recibió una llamada y cuando colgó no podía ocultar que algo estaba pasando, que algo malo había ocurrido.
“Dime la verdad, no me digas mentiras”, gritaba Julia, percibiendo que la vida se le iba en cada lágrima. “Lo mataron, hermana, sus amigos lo encontraron en la vía”.
Julia pegó un grito de dolor que se escuchó en todas partes. Un grito desgarrador. Y todos los que estaban allí fueron embargados por el dolor. Por un dolor injusto, porque Miguel no merecía eso.
Al parecer, lo secuestraron para robarle el carro y, camino a Barlovento, decidieron matarlo, maltratarlo, un acto tan trágico como impúdico. Pero el hampa es así. Miguel quedó a un lado de la vía por casi dos días, hasta que sus compañeros lo encontraron y lo entregaron a sus familiares.
El dolor no es solo de Julia. Miguel le duele a todos. Miguel le duele a un país azotado por unos delincuentes que actúan impunes y casi nunca reciben condena por parte de las autoridades.
“Al parecer, lo secuestraron para robarle el carro y, camino a Barlovento, decidieron matarlo, maltratarlo, un acto tan trágico como impúdico…”