La crisis venezolana llegó a un momento extremadamente peligroso, y lo que se haga ahora determinará si la situación involucionará a una guerra civil o a un golpe de Estado, o si evolucionará hacia la construcción de una transición a la democracia
Venezuela no vive (¿aún?) una guerra civil, sino una represión criminal que ha causado ya casi 60 venezolanos asesinados en menos de dos meses de manifestaciones, en su inmensa mayoría pacíficas. Para que haya “guerra civil” tienen que existir dos bandos armados en pugna. No es ese el caso venezolano actual. En nuestro país, una inmensa mayoría desarmada exige cambio político, recuperación económica y reencuentro social, y enfrenta a una exigua minoría. Pero ésta, a pesar de serlo, no solo busca mantenerse en el poder, sino que adelanta una maniobra para rediseñar el Estado y eternizar su hegemonía, valiéndose para ello de las dos únicas herramientas de que dispone: poder burocrático y capacidad para reprimir. Esa maniobra es la Constituyente “sectorial”, corporativa, que adelanta el impresentable dúo Maduro-Lucena, y que coloca al país a las puertas de una fractura devastadora.
Banalización de la violencia
El régimen de Maduro se ha quedado sin aliados internacionales (¡hasta Ernesto Samper está exigiendo elecciones!), sin aliados internos (luego que la “relegitimación de partidos” casi asesina a sus socios del antiguo Gran Polo Patriótico), sin partido (pues Maduro sustituyó al Psuv por el llamado Carnet de la Patria como mecanismo de comunicación y control con lo que le queda de base social) y sin pueblo, pues todos los sondeos revelan que la tasa de desaprobación de Maduro increíblemente supera el 90 %. ¿Cómo es posible entonces que un régimen en esas condiciones pretenda dar un golpe de mano, patear la Constitución y adueñarse del Estado y de la sociedad?
La respuesta es: ¡frivolidad, voluntarismo y miedo! El miedo a las consecuencias de perder el poder hace que el régimen (sobre todo ese sector que enfrenta acusaciones por peculado masivo, violación de derechos humanos y narcotráfico) desestime eso que la jerga marxista denomina “condiciones objetivas y subjetivas” de la lucha política, cuyo análisis revela que el ‘diosdado-madurismo’ no es sostenible porque no tiene pueblo, dinero ni liderazgo. Ese miedo lleva al régimen al voluntarismo, a creer que basta con gritar “¡a-pro-ba-do!” delante de un grupito de empleados para que el empeño continuista se transforme en realidad política, y finalmente ese voluntarismo lo lleva a la frivolidad criminal, a la banalización de la violencia, a creer que la represión ejercida por la Policía Nacional Bolivariana, la Guardia Nacional Bolivariana y los grupos paramilitares maduristas puede hacer la diferencia, sin ver que la represión apenas puede contener (cada vez con mayor dificultad) a muchachos con escudos de madera y latón, pero no puede desmovilizar a una amplia e indignada alianza social, compuesta por los pobres de siempre y los empobrecidos de ahora, una mayoría que decidió que el tiempo histórico de la actual hegemonía se acabó, que el ‘diosdado-madurismo’ no representa a nadie (ni siquiera al chavismo), y que recuperar sus vidas, sus familias, sus empleos, y su derecho al futuro pasa necesariamente por salir del régimen.
La amenaza inminente
Esta situación impone un reto complejo a la sociedad democrática y a la dirección política de la Unidad, reto que hasta ahora ha sido enfrentado correctamente, con combativa firmeza: al gobierno de una secta minoritaria y armada, que desconoce las instituciones que no le son sumisas y que cierra los canales de participación política del pueblo como referendos y elecciones, solo se le puede enfrentar con la movilización pacífica y contundente de la ciudadanía democrática. Y así ha sido, a un costo altísimo y con un impacto nacional y mundial del cual la dictadura no podrá ya recuperarse.
Pero las nuevas preguntas son: tras la amenaza de corto plazo que representa la convocatoria inconstitucional de una falsa constituyente, ¿cuál es ahora el objetivo de la resistencia pacífica, de la heroica movilización del pueblo y en particular de la juventud venezolana?, ¿es posible seguir exigiendo “elecciones generales”, cuando para esta semana el binomio Maduro-Lucena está convocando a inscribir las “postulaciones” para la Constituyente fascista?, ¿es posible simplemente ignorar tal convocatoria?, ¿tiene sentido boicotear ese proceso, y darle así a Maduro la oportunidad preciosa de presentarse ante el mundo como un “demócrata” y exhibir a la oposición como “violentos que no quieren permitir que el pueblo vote”?, ¿cómo actuar?
¿Movilización? Sí. ¿Hacia dónde?
Obviamente, la movilización pacífica del pueblo en la calle tiene que continuar. Ya en un mensaje anterior (“Del dolor y la rabia a la victoria y el reencuentro”, domingo 7 de mayo 2017) planteamos humildemente algunas ideas sobre cómo ampliar y profundizar esa movilización. El asunto ahora es definir con precisión qué es lo que buscamos con la presión social del pueblo en la calle.
Porque no basta ya con decir que “queremos elecciones”, “exigimos cambio” o “Maduro vete ya”. La crisis venezolana llegó a un momento extremadamente peligroso, y lo que se haga ahora determinará si la situación involucionará a una guerra civil o a un golpe de Estado, o si evolucionará hacia la construcción de una transición a la democracia. Quizá a esto se refería el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, cuando en su mensaje sobre Venezuela emitido el pasado 20 de mayo, afirmó textualmente: “Es la hora de la negociación definitiva para acordar los términos del restablecimiento de la democracia”.
¿Ganar la guerra? No. ¡Imponer la paz!
¿En qué “negociación”, para usar el término empleado por Almagro en su mensaje, está dispuesta a participar la dirección política de la oposición venezolana? ¿Qué “negociación” está dispuesta a respaldar desde la calle, desde el fragor de la lucha, desde el dolor de sus muertos, la sociedad democrática venezolana? Eso es indispensable definirlo, asumirlo con valentía y explicarlo con pedagógico coraje.
Porque una cosa está clara: así como el régimen incurre en banalización de la violencia cuando cree que puede eternizarse en el poder con bombas, disparos y juicios militares, ignorando la realidad social y prescindiendo de la política, la oposición incurriría en una banalización similar si frente a una situación tan compleja como ésta se responde con la sola repetición de las mismas convocatorias que hasta ahora efectivamente han arrebatado al régimen la iniciativa. La calle movilizada ha sido exitosa, sí, pero ella sirve para apoyar la estrategia de cambio, no para sustituirla. El desafío de los demócratas no es “ganarle la guerra al régimen”, sino promover su fractura, aislar a sus sectores radicales e imponerles la paz. Poder hacerlo es un asunto de fuerza, qué duda cabe. Pero saber hacerlo es un asunto de conducción. Y estamos seguros que nuevamente la Venezuela democrática encontrará el camino adecuado. ¡Pa’lante!
RADAR DE LOS BARRIOS / Jesus Torrealba