¿Qué será de la Venezuela después de Chávez? Para respondernos esta pregunta lo mejor es no dar nada por sobreentendido. Para comenzar, habría que apuntar que en este país vivimos un tiempo histórico en el que la democracia se experimenta con singular intensidad. Afirmar que Chávez y el chavismo han protagonizado una revolución “pacífica y democrática” no es mero formalismo. La revolución bolivariana ha significado la progresiva restitución de derechos económicos, sociales y culturales para las mayorías populares. Más significativo aún, este proceso ha transcurrido en un clima de plenas libertades políticas, incluso en los momentos en que la democracia estuvo más amenazada. En las más recientes elecciones presidenciales, el candidato opositor, Capriles Radonski, fue apoyado por 29 partidos políticos. La inmensa mayoría de los medios de comunicación está en manos privadas. Lo mismo puede decirse de la banca. La burguesía comercial importadora está viva y coleando. Estos datos, entre otros que pudieran enumerarse, desmienten la propaganda anti-bolivariana que pinta un país sumido en el caos y el despotismo desde que llegara el “caudillo populista” y comenzara a arremeter violentamente contra la gente decente y las normas de convivencia democrática.
Por supuesto que hay problemas graves en la Venezuela bolivariana. El de la criminalidad violenta, por ejemplo (un problema, por cierto, que afecta fundamentalmente a la base social de apoyo a la revolución). Pero se trata de un problema que es explotado políticamente por el antichavismo, de la manera más demagógica, con la esperanza de minar el respaldo al gobierno nacional. Porque lo cierto es que el mayor problema del antichavismo es que su clase política ha sido desplazada casi por completo, por la vía electoral, lo que le dificulta enormemente el control de los recursos del Estado, y en particular de la renta petrolera. Precisamente porque ha perdido ese control, la revolución bolivariana pudo avanzar tanto en tan poco tiempo en materia de restitución de derechos. En los otros campos, y sobre todo en el económico, los progresos continúan siendo más bien tímidos.
Imitando a Chávez
Intentando recuperar el control del Estado, al antichavismo ha recurrido, a grandes rasgos, a la táctica confrontacional y violenta, y luego a la pacífica e institucional. La primera fue empleada de manera sistemática durante los primeros años de gobierno de Chávez, notoriamente en 2002 y 2003, y fue prácticamente abandonada luego de la estrepitosa derrota encajada en las presidenciales de 2006. Si desde entonces descarta la vía violenta no es por vocación democrática: lo hace de manera forzosa, obligada por las circunstancias. Inicia entonces un largo período en el que la oposición se centra en la crítica de la gestión de la gobierno. Paralelamente, tiene lugar un curioso proceso de mímesis: parte del antichavismo comienza a imitar la simbología del chavismo, a resignificar algunas de sus ideas-fuerza, lo que casi llega al paroxismo durante la campaña presidencial de 2012, con un Capriles Radonski autoproclamándose candidato “progresista” (a pesar de su programa de gobierno de corte neoliberal), repitiendo de manera textual frases empleadas frecuentemente por Chávez e imitando incluso su lenguaje corporal. Todo lo cual unido a un mensaje de paz y unidad nacional, asimilando al chavismo, y especialmente a Chávez, con la violencia y la desunión.
¿Vulgar provocación?
Luego de la derrota del 7 de octubre pasado (Chávez resultó reelecto con el 55% de los votos), y tras haber sido arrasado en las elecciones regionales del 16 de diciembre, entramos sin duda en un nuevo período, caracterizado entre otros datos por la precariedad estratégica del antichavismo, que se expresó en nuevos brotes de intolerancia política contra el chavismo y en la agudización de las tensiones a lo interno de la clase política opositora.
Por todo lo anterior, la pregunta del momento no es tanto qué será del “chavismo sin Chávez”, sino qué sucederá con el antichavismo sin Chávez.
Al día siguiente del fallecimiento del comandante Chávez, el diario El Universal (el decano de la prensa oligárquica) editorializaba: “Se abre la etapa del chavismo sin Chávez y, tal vez, si la madurez de un pueblo en trance de cambios y en medio de grandes turbulencias lo permite, se pueda construir la gran oportunidad para retomar planes y proyectos necesarios y viables para apuntar a un mejor horizonte, con esperanzas renovadas y consensos generadores de paz y progreso”. Antes, se refería a Chávez en los siguientes términos: “Pero el ejercicio del gobierno, con un estilo polarizador, sectario y agresivo con sus adversarios, generó la división del país en prácticamente dos grandes sectores: el chavismo, a secas, y la oposición democrática”. Digamos que es exactamente el lenguaje que cabe esperarse de un órgano de la oligarquía. No obstante, cuatro días más tarde, durante su discurso de aceptación de la candidatura opositora para las elecciones del próximo 14 de abril, Capriles Radonski abría fuego a discreción: no sólo arremetió con fiereza contra Nicolás Maduro, Presidente encargado, a quien acusó de “irrespetar” la imagen de Chávez (como pretendiendo ubicarse en el improbable sitial de guardián de su memoria), sino que pronunció una frase que provocó una oleada de indignación en el chavismo: “¿Quién sabe cuándo murió el Presidente Chávez?”, sugiriendo que sus familiares, visiblemente afectados como es natural, se estarían prestando para una macabra maniobra electoral del gobierno.
¿Una vulgar provocación del antichavismo, que busca preparar el terreno para nuevas provocaciones, dado que se sabe derrotado el 14 de abril?
Todo apunta a que el chavismo obtendrá una nueva victoria en las elecciones presidenciales. ¿La razón? Chávez no produjo la “división del país”, como sentencia El Universal. La oligarquía lo pintó siempre como un “polarizador, sectario y agresivo”, es decir, como un político irracional. Pero lo que realmente hizo Chávez fue recuperar la “razón estratégica”, como la definía el entrañable Daniel Bensaïd, y aportó decisivamente a la emergencia de una cultura política propiamente chavista. Entre otras cosas, contribuyó a la repolitización de la sociedad venezolana, a la recuperación del antagonismo como fundamento de la política, desplazando a tecnócratas neoliberales y gestores o “representantes”; entendió siempre la revolución como horizonte inseparable de la situación concreta: no se trataba simplemente de “inventar”, en el sentido de atreverse a idear lo nuevo, con audacia, sino de hacerlo posible. Pero nada de esto, incluyendo al mismo Chávez, hubiera sido posible sin el chavismo, hecho fundamentalmente de pueblo pobre, marginado, explotado e invisibilizado, que comenzó a recuperar su dignidad con Chávez a la cabeza. Parafraseando al Mayor General Jacinto Pérez Arcay, mentor del comandante, Chávez no ha sido sino la “punta del iceberg” de una “singularidad histórica”. Luego del 5 de marzo, esa singularidad histórica que es el chavismo ha salido a la calle por centenares de miles, acaso por millones, a reiterar su disposición para la lucha, es decir, para hacer lo posible, siempre dentro del cauce democrático, por garantizar la continuidad de la revolución bolivariana.
¿Pateará el tablero?
Precisamente porque fue un demócrata genuino, y contrario a la imagen que de él crearon sus enemigos, Chávez reivindicó siempre el conflicto como motor de cambios políticos. Claro está, un conflicto que debía ser gestionado democráticamente. En un discurso del 19 de abril de 1999, manifestaba: “Nuestros adversarios tienen el deber de combatir. Que combatan, pero igual nosotros tenemos la obligación de combatir y combatiremos sin tregua… porque aquí hay un conflicto político, hay un conflicto histórico”.
Catorce años después, se trata del mismo conflicto histórico. ¿El antichavismo tendrá el valor de combatir por la vía democrática? ¿O pateará el tablero? Muchas de las preguntas que habremos de formularnos en el futuro dependerán de la forma como aquellas sean respondidas.
Reinaldo Iturriza López