El vagón de los abuelos del ferrocarril se vuelve un show cuando esta cantante de Arichuna entona temas de Carmen Delia Dipiní, Los Panchos y Toña La Negra
MIP-TUY Agencia/ Sandy Brito
Ella toma el ferrocarril en la estación Charallave Norte, con rumbo a Caracas y su presencia genera una contagiante alegría, que se mezcla con canciones de Rocío Dúrcal, Carmen Delia Dipiní o Toña La Negra. A sus 77 años, Mercedes Rodríguez es una muestra de que a la Tercera Edad se empieza a vivir.
Esa energía estalla todas las mañanas en una buseta del sector Arichuna, con destino al tren. Los pasajeros sueltan la risa ante la chispa de Mercedes. Colegas de la tercera edad miden la hora para encontrarse con la abuela bolerista. Ella entra y comienza el show. Mercedes bautizó el vagón de la tercera edad, como el vagón de la alegría.
Sueños rotos
Es irónico que esta dama tenga un espíritu tan alegre, a pesar de haber sufrido mucho en la vida. Quizás porque no guarda rencores. Su ejemplo es el de la mujer pujante contra el machismo.
Desde pequeña quiso ser cantante. Su padre, fiel a la época, afirmaba que «mujer que se dedicaba al canto, iba camino a la prostitución», frustrando su sueño. Estudió enfermería por dos hermanas que adoptaron este oficio. «Seguramente lo hicimos porque mi madre laboraba en la lavandería de un hospital», recuerda.
Se casó a edad temprana. «Con un hombre muy celoso y machista que trabajaba para la petrolera Shell. Vivíamos en Ciudad Ojeda», revela. El marido le prohibió que cantara. Tuvo cuatro hijos. A los 37 años, el esposo se fue con otra mujer. Sola tuvo que echar pa’lante.
Vendió desde gallinas, verduras que sembraba, hasta ropa. Luego de dos años el marido regresó y lo aceptó. En un arranque de celos le dañó la ropa del negocio. Cada noche Mercedes calculaba donde le clavaría un puñal. Su madre le aconsejó huir y trabajar en Caracas, que ella le cuidaba los niños.
Amor filial
Marchó a Caracas por los años ’70. Comenzó cuidando a una señora en Cumbres de Curumo y pidió que los días libres se los acumularan. Viajaba una vez al mes a Maracaibo, a pasar con sus hijos los días acumulados. El trato cordial de Mercedes, se regó en los hogares de la clase media alta. Ingresó al Instituto Clínico La Floresta, donde trabajó guardias y alternaba con el cuido de enfermos de alta sociedad. Ahorró y alquiló un apartamento en Coche con opción a compra y se trajo sus muchachos. La persona que se lo arrendó le pidió 12 mil bolívares para vendérselo y Mercedes los dio.
«Un día llegué al apartamento y no podía entrar porque un tribunal lo secuestró con mis muchachos, a petición de la verdadera dueña. La otra mujer me estafó. Había un cubano, de apellido Ceballos, que todas las guardias esperaba en la calle y me ofrecía la cola. Yo me negaba. Pero le acepté su tarjeta de presentación. Al ver a mis hijos secuestrados, recordé al hombre y acudí para que me auxiliara. Como era un herrero famoso, me acompañó a la jefatura y rescaté a mis hijos. El me llevó a un galpón donde prometió acomodarlo para que estuviésemos mis hijos y yo, mientras desocupaban una quinta en Santa Mónica. Me instalé con mis corotos y los chicos. Ceballos me llevó a ver la casa a los tres meses.
-¿Qué te parece mi amor?, me interrogó el hombre. Yo le comenté inocente:
-¿Y cuánto me va a cobrar? Él respondió:
-Tú estás sola y yo estoy solo. Vente a vivir conmigo.
«Llorando le dije que lo sentía mucho. Que no lo amaba. El me replicó: no te preocupes. El amor viene después».
Al regresar al galpón, Mercedes confesó su drama a una señora quien le dio un consejo. «Vea a la señorita Encarna, una anciana que es virgen aún, que tiene una pensión en San Martin».
«Hablé con Encarna, la virgen. Me dijo que tenía cuatro habitaciones, pero no aceptaba niños. Le rogué, llorando, que ellos se portarían bien, que barrerían el jardín. Y aceptó. Recogí la ropa. Mis corotos los dejé en el galpón. Con los niños compré una camisa, una corbata y un pañuelo fino para regalárselos al cubano, dejándoselos en la oficina. En una tarjeta mi hija mayor le agradeció lo hecho por nosotros».
En Charallave nadie muere
Un día Encarna la virgen enfermó y Mercedes la cuidó. «La hospitalizaron y dos sobrinos me acusaron que yo la enfermé para quedarme con la casa. Ella me dijo que, como era señorita, deseaba que la enterraran en una urna gris, muy bonita, que encargó en la funeraria. Ni eso cumplieron los sobrinos. Me fui a una pensión donde tres de mis hijos vivían en cuartos separados del mío. Luego viví en 23 de Enero, Casalta y Federico Quiroz. Allí uno de los niños enfermó y fue cuando me vine a Charallave».
Cuando llegó a Charallave notó que no había funerarias. «Me dije, tengo que vivir aquí porque nadie se muere. Con 5 mil bolívares reservé un apartamento. Pero cada vez que lograba juntar la inicial, aumentaba. Trabajé hasta 72 horas seguidas para pagar las cuotas, hasta ahorrar todo y cancelar. En esa época me decían que el tren estaría pronto», recordó.
Meta lograda
A pesar de muchas tristezas, entre ellas la muerte de un hijo, Mercedes alcanzó su sueño. En el 2003, a los 69 años, quedó en segundo lugar en el «Primer Festival de canto La Voz de mi gente», evento organizado por Radio Nacional. De allí en adelante su canto es patrimonio de Charallave.