Muy en la línea de lo sucedido en Gran Bretaña con el Brexit, en Colombia una decisión muy delicada se puso en manos del electorado en medio de un clima signado por odios mellizales y el pulular de fantasmas del miedo
La derrota de la propuesta de paz con las Farc demuestra que la democracia, cuando no se asume responsablemente y está sujeta a las veleidades y obsesiones de los líderes de una nación, puede ser utilizada para producir perjuicios en lugar de beneficios. Muy en la línea de lo sucedido en Gran Bretaña con el Brexit, en Colombia una decisión muy delicada -poner fin o no a una guerra fratricida de 50 años- se puso en manos del electorado en medio de un clima signado por odios mellizales y el pulular de fantasmas del miedo entre amplios espacios de la población.
Más allá de sus puntos débiles -como los que tienen que ver con las concesiones realizadas a las Farc en vías de su participación política- el Acuerdo de Paz era bueno en términos generales, porque no se concentró únicamente en destrabar la madeja de la violencia política de las Farc, sino que asumió una visión compleja y polifacética de la crisis social y política colombiana, buscando soluciones concretas y viables para temas como la reforma rural, el narcotráfico, la ampliación de la participación política y la extendida violación de los derechos humanos, entre otros.
Pero la dinámica política del país cafetalero en los últimos años, signada por una aguda confrontación entre el presidente Santos y el expresidente Uribe, preparó el terreno para el rechazo del acuerdo. A Santos hay que reconocerle que tuvo la voluntad y la firmeza de llegar hasta el final en la búsqueda de un acuerdo que parecía imposible (sobre todo después de aquella frustrante experiencia de negociación que vivió la sociedad colombiana durante el gobierno de Andrés Pastrana).
Pero he aquí un punto que sería decisivo: sin tener la obligación de realizar una consulta popular, el Presidente decidió hacerla, en parte porque quería blindar la legitimidad del entendimiento -cosa muy plausible y razonable- pero también por estar envuelto en un clima de encarnizada disputa con Uribe, caudillo que ha marcado la política colombiana en los últimos tres quinquenios, y quien, por cierto, parece haber olvidado que en el proceso de desmovilización que él alcanzó con los paramilitares, se pasaron por alto numerosos crímenes de guerra. Los resultados, como hemos visto, no fueron los que Santos y la mayoría de las encuestas presagiaban. Los fantasmas del miedo a la Farc –avivados por los partidarios del No- pudieron más que el sentimiento de reconciliación y la pacificación de la mayoría de los colombianos.
Como consuelo para los amantes de la paz, las primeras reacciones de algunos de los actores protagónicos, han sido auspiciosas. Sin perder un instante, Santos invitó a un diálogo a todos los bandos políticos del país, incluyendo al Centro Democrático de Uribe. El camino de la pacificación sigue abierto.
Pero aún siendo cautelosamente optimistas, no podemos llamarnos a engaño: la posibilidad de un rompimiento definitivo va a ser muy alto, si damos como un hecho que la desconfianza debe tomar fuerza en las Farc, y, sobre todo, que el mandato de Santos ya está por la mitad, y por tanto la dinámica de la lucha por el poder con vista las próximas elecciones presidenciales va a determinar cada vez más la agenda política de los neogranadinos.
Fidel Canelón / @fidelcanelon